"Tantas veces me mataron, tantas veces me morí,sin embargo estoy aquí resucitando"...
MARÍA ELENA WALSH, La cigarra
El cristianismo está firmemente demarcado por la resurrección de Cristo, que constituye su centro y eje. La vuelta del Mesías, victorioso, de la muerte es un acontecimiento tan trascendental que los cuatro evangelios dan cuenta de él, incluyendo el testimonio de testigos. El primogénito de toda creación (Col 1.15) es asimismo primicia de la resurrección final (1 Co 15.20; Hch 26.23).
Los creyentes nos aferramos a este evento milagroso depositando el ansia irrefrenable de reencontrarnos con aquellos seres queridos que ya no están aquí. Si, como sentencia Lito Nebbia en su canción Quien quiera oír, que oiga, “la muerte prueba que la vida existe”, la resurrección otorga validez y sustento a nuestra esperanza; ya que, “si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe” (1 Co 15.14). De esta manera, nos ubicamos en el centro de la línea de tiempo: hacia atrás queda el sepulcro vacío; por delante, tenemos la prometida resurrección masiva de los que durmieron en él a lo largo de los siglos. Sin embargo, si nos quedamos mirando solamente hacia esas dos distancias, nos perdemos de algo también valioso.
Los actos cotidianos de justicia son anticipo de la consumación del reino de Dios en la tierra. Mediante ellos respaldamos nuestra plegaria: “Venga tu reino”. Del mismo modo, cada día podemos experimentar “pequeñas resurrecciones” que nos invitan a probar un sorbo de “la” resurrección: la posibilidad de abrir los ojos en la mañana que prosigue a la densa noche, alcanzar un trabajo luego de un penoso tiempo de desocupación, superar una enfermedad u otro trance amargo, regresar de un viaje, recobrar una ilusión perdida, retomar un proyecto inconcluso para terminarlo... Según el caso podrán parecer ínfimos sucesos, pero de alguna manera prefiguran la vida que vuelve.
Podemos ir un poco más allá en el pensamiento. Los trágicos años del ’76 al ’83 significaron oscuridad, dolor y muerte para muchos, muchísimos, tanto simbólica como literalmente. Nuestro país se cubrió de silencio, de ausencias y de vacíos. La teóloga metodista argentina Marcella Althaus-Reid expresó con palabras hechas carne propia: “Sólo quienes hemos vivido en tiempos tan terribles de control del pensamiento, del habla, de la vestimenta, formas elaboradas de regulación del comportamiento y la represión política, conocemos la verdad de la resurrección.” El retorno de la democracia se volvió un retrasado alba de resurrección para nuestra sociedad.
Permanecer lejos de Dios y de su gracia también es una forma de muerte. Por eso el padre amoroso, al recibir a su hijo pródigo, exclama con la emoción de abrazar a un resucitado: “Este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc 15.24). Volver a Dios es otra forma de resucitar, y de esto se hace eco el Nuevo Testamento al decirnos: “si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3.1). En este sentido podemos decir que la Iglesia es una “comunidad de resucitados”.
¡Cuántas veces morimos en vida! ¡Cuántas veces nos mataron y no nos dimos cuenta! En Dios, en el poder del resucitado, cada día podemos experimentar pequeñas resurrecciones que fortalecen nuestra esperanza futura y decir: “Sin embargo estoy aquí, por la gracia de Dios, resucitando”.
Ricardo Fantini
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