Dice el Señor: “Entonces todo tu pueblo… será el retoño plantado por mí mismo, la obra maestra que me glorificará.” (Isaías 60.21 NVI)
Un enorme bloque de espléndido mármol, de cinco metros de largo, había estado abandonado en los talleres de la catedral de Florencia por casi cuarenta años. Los miembros de la comisión de obras de la catedral decidieron consultar qué empleo podía dársele. Miguel Ángel Buonarroti, que en ese tiempo tenía veintiséis años, solicitó que se le concediera el material. La comisión estuvo de acuerdo y Miguel Ángel puso manos a la obra.
El escultor trabajaba sin pausa, con absoluta concentración y energía sobrehumana, subiendo y bajando por el andamio que rodeaba la columna de mármol. Tardaría tres años en terminar su obra. Bajo la acción precisa del martillo y el cincel, la figura fue cobrando forma. Al fin, la escultura surgió del mármol: David, resuelto, confiado y expectante, en el momento previo al combate con Goliat.
Se cuenta que, una vez terminada, se le preguntó a Miguel Ángel cómo se le había ocurrido una obra tan bella e imponente a partir de un trozo de mármol desechado. Su respuesta fue que David, la escultura, estaba ahí adentro; sólo era necesario quitar lo que sobraba.
Esto es lo que Dios hace con nosotros, sus creaciones. El pastor Augustus H. Strong (1836-1921) sostenía firmemente que “en cada ser humano, aun en el más degradado, hay una imagen de Dios que puede sacarse a la luz del mismo modo que Miguel Ángel vio a su David en el bloque de mármol”.
La doctrina de la imagen de Dios en el ser humano es la base de la dignidad humana, el fundamento de la ética bíblica y, a la vez, el sustento de nuestra hermandad universal. Aunque esta cualidad inicial se malogró con la caída y el pecado (Romanos 3.23; 1 Corintios 11.7), Dios tiene la firme intención de no renunciar a su propósito.
Nadie es un trozo de mármol a descartar. Dios toma el martillo y el cincel, y quita de nuestra vida, individual y comunitaria, lo que estorba e impide apreciar su maravillosa imagen en ella. “Así, todos nosotros… somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es en el Espíritu” (2 Corintios 3.18). Para su gloria.
Ricardo Fantini
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