Estamos próximos a celebrar la Navidad y el término de otro año. Vuelve a sorprendernos la conciencia de que el tiempo pasa velozmente y se nos escurre de las manos. Estos días, la alegría de los saludos y los augurios se matiza con cierta nostalgia, evocando recuerdos y algunas ausencias. El año 2010, como los anteriores, nos ha traído experiencias gratas y difíciles, avances y retrocesos, logros y pérdidas, gozos y algunas sombras. Como creyentes, hechos hijos e hijas de Dios por Jesucristo, nuestras vidas están atravesadas por el evangelio y desde la fe interpretamos nuestras vivencias.
En referencia a su experiencia personal, el apóstol Juan expresó: “Y nosotros hemos visto y declaramos que el Padre envió a su Hijo para ser el Salvador del mundo” (1 Juan 4.14 NVI). Si bien la identificación de Jesús como Salvador es peculiar en los escritos joaninos, la designación “Salvador del mundo” sólo aparece aquí y en el versículo 4.42 de su evangelio. En esa última referencia, resulta muy significativo que la frase sea pronunciada por los samaritanos ganados por el testimonio de la mujer anónima junto al pozo de Jacob: “…y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo”. Como extranjeros segregados, estos samaritanos no tenían mayor interés en las visiones judías de un Mesías circunscripto a un pueblo en particular (Israel), sino que necesitaban hallar un “Salvador del mundo” que los incluyera. Independientemente del lugar en que hayamos nacido, es natural que experimentemos una sensación de “ser de otro lado”. Un cristiano es esencialmente un extranjero en permanente peregrinaje. Caminamos por el mundo haciendo misión al andar. Y si caminamos junto a otros, tanto mejor.
Volviendo al apóstol Juan, él había sido testigo directo de la encarnación del Dios Hijo: había compartido parte de su vida con Jesús, había recibido sus enseñanzas, había sido testigo de sus hechos. Por eso estaba en condiciones de decir: “Hemos visto y declaramos…”. Nosotros pudiéramos considerarnos en desventaja respecto de Juan y de otros que vieron cara a cara al Salvador. Pero haberle visto y tratado en persona no es necesariamente garantía de fe (Mateo 28.16,17). Me parece que una valiosa oportunidad que tenemos, en el tiempo actual, es ver al Señor a través del ejercicio de escrutar la realidad que nos rodea y percibir las evidencias de su presencia y obra. Esto se acerca más a una fe que tiene mayor potencial de ser contagiada a otros (Juan 20.29).
En unos pocos días, cuando renovemos el almanaque que tenemos en nuestros hogares o reemplacemos la agenda en la que anotamos los compromisos, volvamos a “pasar por el corazón” –tal el sentido de re-cordar–, las muestras que el Señor nos ha dado de su gracia y de su misericordia durante este año, revelándonos su presencia real, tanto en lo personal como en lo comunitario. Seguramente nos sorprenderemos de cuánto hemos visto y vivido, y tendremos gran cantidad de motivos para declarar que el Salvador del mundo ha visitado la tierra y nos ha hallado a nosotros.
Bendecidas fiestas y fructíferas oportunidades de testimonio, a fin de que otros también puedan encontrarlo. El mundo necesita al Salvador.
Ricardo Fantini